El Pincha

El Pincha, trapecista en su circo imaginario y mutante en su carroza versátil.

Columnas - La Cima Del Tiempo17/08/2021 Sil Perez
  

EL PINCHA

POSDATA Digital Press | Argentina

sil Pérez

Por Sil Perez | Escritora | Poeta |Miembro directivo de SADE Lomas


Por aquellas tardes asomaba, por la ventana del conocido Bar de Remedios de Escalada, un marcial de sombrero de lona desflecado, con un par de anteojos rojos sin lentes en forma de corazón y aros de lata pintados de blanco.  Trepado a las rejas verdes una silueta con la destreza de un felino acudía a la escena con asombrosa presteza. Lo llamaban El Pincha. El inquieto lugareño, fanático del Club Talleres de Escalada, solía parpadear su presencia con las más disparatadas ocurrencias. En el pueblo de los talleres ferroviarios, todos lo conocían por sus apariciones esporádicas y por su andar improvisado. Recuerdo que, por las mañanas, se posicionaba en medio de la avenida Yrigoyen y con ademanes de desquiciado paraba tráfico con tan solo un paraguas de prominentes agujeros, y con broches de ropa de varios colores distribuidos sobre su cabellera despeinada color ceniza.  Ni siquiera el cuerpo policial podía con él. Descalzo y con un silbato en sus labios delgados y resquebrajados por el frío, comenzaba a silbar con fuerza, y a hacer señales repentinas al viento, como un espantapájaros.  Todos nos reíamos y disfrutábamos de sus locuras. Recuerdo que una tarde, en vísperas de Navidad, me acerqué a él y lo invité a tomar una cerveza. ¡Tenía tanto para contarle…! Él ni se imaginaba que yo le había escrito un poema y, en verdad, no me atrevía a decírselo. Cuando lo hice, noté que, en su rostro (rasguñado por el tiempo), su mirada había comenzado a empañarse.  Para distender el momento, me contó sus experiencias como miembro del Club Estudiantes. Sus anécdotas como fanático de la camiseta platense se producían en un balbuceo ríspido que distorsionaba la audición.  Sus relatos eran breves y confusos, pero daba gusto hablar con él.  Era, más allá del barullo que acechaba su cabeza, un hombre dueño de una memoria deslumbrante. 

Recuerdo que, mientras me contaba una de sus anécdotas preferidas, miró repentinamente la reja del Bar Los Pipis, como si fuese la cuerda de un circo que esperaba su salto mortal.  De repente, pidió permiso  y, como un gato en celo, se trepó hasta la mitad de la gran abertura, emitió un grito feroz y regresó a la mesa, donde, por supuesto, continuamos la charla como si nada hubiese pasado.

Dentro del Bar funcionaba un teatro comunitario, donde el Pincha solía aparecer en medio de las funciones. Todos nos divertíamos al verlo interactuar de manera disparatada con los personajes, lo que nos generaba una carcajada unánime. Nos reíamos sin culpas ni disimulo.  Finalizado el show, solía acoplarse a las mesas para que algún piadoso agradecido lo invitara con un trago o, lo que era mejor, con un cigarro de los buenos.  Nada detenía su andar inquieto y, ante los saludos de los comensales y las mesas nuevamente vacías, su figura corrugada se diluía como agua entre los dedos. La noche se acoplaba a la sinfonía del silencio y, nuevamente, las manos de El Pincha, alzadas al cielo, dibujaban en la plaza Moreno la madrugada invernal.  Nadie supo jamás dónde vivía, ni siquiera qué hacía para transitar sus días harapientos.  

Su cuerpo de lombriz y sus pies descalzos contorneaban la silueta de una marioneta. Escalada pasaba sus días cautiva de su euforia, de sus danzas desnudas en pleno asedio invernal y de sus improvisados silbidos que eran el ritual de cada día.  Era, en su universo versátil, ciclista, astronauta, murciélago, trapecista, aviador y un soñador voraz. 

Se dice en el pueblo sureño que los alaridos de El Pincha aún retumban por la calle Beltrán y que un gato intrépido asoma cada noche a la reja del Bar Los Pipis, tal vez para merodear la felicidad, y agazaparse al recuerdo de los lugareños. 

 

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