La abuela

Columnas - La Palabra 11/11/2021 Jorge Alberto Rampinini
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Jorge-Rampinini

Por Jorge Alberto Rampinini| Escritor 1 Miembro de la SADE | Diplomado en Teoria y Producción Literaria| Socio  de la Academia Argentina de Letras| Profesor en Tecnologias de información y comunicación.  

 


 La tarde se presentó soleada y fría. Julio por lo general suele ser frío y ventoso.

 Aprovechando mis vacaciones de invierno entré en el micro que me conduciría a Villa Gesell. Hacía años que no regresaba a esa playa.

  Dejé la valija en la parte baja y subí con el bolso de mano, un libro y el equipo de mate.

  Durante el viaje intenté leer algo o tomar unos mates, pero mi mente estaba ocupada recordando mi infancia en la playa, cuando pasaba muchos días en la casa de mi abuela materna.

  Durante años disfruté del lugar, la arena, el mar, las gaviotas y mi amiga Fernanda, que seguramente estaría esperándome en la terminal.

 El tiempo pasó y el estudio me recluyó en Bs. As., la carrera de periodismo me quitó demasiado tiempo, tanto que prácticamente no volví a la casa de la Costa. La abuela falleció a la distancia y no pude siquiera acercarme a despedirla. 

 ¿Cómo estaría todo?, la casa fue vendida a quien sabe que personas, ¿se conservará o habrá cambiado de aspecto? Tal como yo, con el paso del tiempo.

 En cuanto llegue al hotel, pensé: dejaré las maletas y le pediré a mi amiga que me acompañe para verla, aunque sea desde afuera. Al recordarla percibí el calor de la estufa a leña del comedor, el aroma del quebracho ardiendo, el té y las tortas de chocolate y limón, que mi abuela horneaba impregnando la casa con aromas exquisitos acompañados del afecto y el amor con que nos atendía.

 El micro llegó puntualmente. Entonces con mi amiga fuimos desgranando recuerdos y anécdotas, entre risas y abrazos. Dejé la valija, tomamos un té caliente y reconfortante. Luego nos dedicamos a recorrer el lugar, pero fundamentalmente ir a la casa.

   Tuvimos que caminar bastante, porque estaba alejada del centro. Lo hicimos por la playa en sentido al faro Querandí. Los médanos y la bruma del mar al atardecer crearon un marco mágico y misterioso a la vez, pero allí estaba, apareciendo entre las plantas y la arena como siempre la recordaba. Sus paredes amarillentas, las tejas rojas y los enormes ventanales mirando al mar. La luz del interior dejaba ver muy poco, pero hasta parecía observarse los cuadros antiguos con marcos de madera y el piano. 

  Alguien pasó caminado por el interior de la casa, llevaba el pelo recogido en un prolijo rodete, como lo acostumbraba la abuela.

 Miré a mi amiga y sentí que el entorno me superaba, no podía ser real lo que observaba. Regresé al hotel a descansar. A la mañana siguiente desayuné las clásicas medialunas con un sabroso café, sola y con la decisión de volver a la casa.

 Todo seguía igual. Llame a la puerta y una señora de cabello largo y lacio me abrió. No tardamos mucho en conocernos. Luego que le contara la historia de mi infancia en el lugar, me invitó a pasar, la casa estaba exactamente igual. Ellos la habían comprado con los muebles incluidos y así decidieron conservarla. Parecía que la casa les pedía quedarse en el tiempo. Las fotos de la familia seguían estando como en un anticuario. En una de ellas se veía a la abuela muy joven, conmigo de la mano, llevaba un largo vestido rosa y su típico rodete. 

  El aroma a leña persistía, la estufa tenía aún cenizas tibias de la noche.

 Hablamos durante horas. Ellos estaban de paso. La casa pertenecía en realidad a la tía de la familia que vivía sola y en ese momento se encontraba realizando compras en el centro. Me invitó a pasar por la tarde a tomar el té y conocerla -continuamente está hablando de este lugar, aunque ella es de Bs. As., desde que se mudó pareciera que siempre estuvo aquí, le gustará verte. Regresé con mi amiga, en el camino le fui contando lo sucedido. No podía creerlo. El solo hecho de contarlo me emocionaba. Parecía que mi abuela se había reencarnado en la casa para darme la oportunidad de despedirme, para quedarme con un hermoso recuerdo de la infancia. Llegamos. La señora nos abrió y un delicioso aroma a torta de chocolate y limón nos envolvió. Pasamos al comedor, nos sentamos y entró la tía, dueña de la casa. Llevaba un hermoso vestido rosa, un rodete y apoyando la bandeja en la mesa me miró y dijo:

- Creo que nosotras dos tenemos mucho para contarnos desde ahora.

 


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