Viur, capítulo 3

El Arca de Luis02/18/2025 Luis García Orihuela
  

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POSDATA Digital Press| Argentina

 

Luis García OrihuelaBiografía de Luis García Orihuela

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EL HOMBRE DEL AGUA

 

 

            De alguna manera, había visto aquel hombre que se encontraba frente a mí, o intuido su presencia antes de que éste se sentara en el autobús con destino a la capital.

            Fue como si hubiera emergido de pronto en aquel asiento del autobús urbano, en el cual yo viajaba acomodado en uno de sus asientos, con los auriculares puestos, intentando ser inmune a lo cotidiano que me asfixiaba cada día, pero tristemente sin llegar a conseguirlo casi nunca.

            Me encontraba de espaldas al conductor, atrincherado de alguna manera en aquel incómodo plástico anaranjado llamado por algunos… asiento, que indicaba al resto del pasaje de que su uso se circunscribía a unos tipos de personas muy concretas, entre las cuales yo desde luego no me encontraba. Había puesto mi mejor cara de pasar de todo, de una incomprensión total ante cualquier cosa que sucediese, intentando transmitir, quien sabe de que modo, que yo me acogía a alguno de sus señalados destinos. No podía hacer ver que yo fuera una mujer embarazada —ya que era un hombre y barbado— tampoco alguien impedido —no portaba muleta alguna— ni tan siquiera un honorable anciano de plateados cabellos —como Gandalf, en el señor de los Anillos, de Tolkien—, al que todos sonreirían de parte a parte y cederían su plaza de buen agrado, sin dejar de ofrecer su sonrisa bobalicona como si se hubiesen tragado un tenedor a lo ancho y quedado allí para los restos. Así pues, solo me restaba por poder hacer una única cosa: poner cara de enfermo. Acaso, de tener algo contagioso, lo que fuera con tal de que no me reclamasen el trono conseguido, y ante la mirada acusativa de los allí presentes no tuviera más remedio que levantarme y ceder el sitio, que a aquellas horas empezaba a no ser ya tan incómodo, a pesar que la gente comenzaba a agolparse en el interior del transporte. Vi pasar algún bolso furtivo (como dislocado del hombro que lo portaba), a la altura de mi rostro, con el consiguiente riesgo de tirarme las gafas al suelo y destrozarlas; pero tenía que seguir con aquella actitud estudiada de hombre enfermo que podría contagiar alguna enfermedad adquirida en la India. Parecía como si la enfermedad siendo de allí resultase más chic y creíble por lo exótica y lejana, culpa quizás de Agatha Christie y sus coroneles de la India ya jubilados. Impertérrito a cualquier banal suceso, miré sin ver por aquella ventanilla lateral, cuyos cristales, nada tenían de impolutos. De haber esquivado con presteza aquel bolso, de seguro estaba que me habría delatado, y el pasaje siempre atento a todo lo que ocurra, por lo que tiene de aburrido el trayecto, me habría incriminado con sus habituales peroratas monocordes y trasnochadas de viejas fofas, «¡Eh, oiga, deje el asiento a esa mujer que está con bombo!». ¡Que se fueran al diablo!, no me levantaría hasta que fuera mi parada, por mas que me pisotearan y empujaran. Sería Sauron de ser ello necesario.

            Regresé con mis pensamientos al presente, y al hombre, que con un aspecto plasticoso en su piel, se hallaba frente a mí, o delante de mí, según prefieran los más puristas prosistas, aunque claro está, que siempre dependiendo de una opinión particular. Desde su punto de vista, no sería él quien estaría enfrentado a mí, sino yo a él. Borges lo habría entendido, pero no creo que nadie más. Sea como sea, el caso es, que aquel sujeto sin colores, vestido como un cajero de banca, de los años setenta, delgaducho de cuerpo como un palo, de cara flaca y espigada, como aplastada por algo pesado y de rasgos marcados, portaba un maletín propio de cualquier agente de seguros de tiempos de la Polca, o cobrador de impagos. Abrió con una parsimonia, que ponía los cabellos como escarpias, el bolsillo de la cremallera —como vería después, eso era algo tan necesario para él, como el respirar— y sacando, como un prestidigitador una botella de agua del largo de un brazo, desenroscó el tapón y se dio un generoso trago de agua, siempre amarrándola desde abajo con sumo cuidado en no derramarla. Cerró con comedimiento el envase y acto seguido, con igual mesura, lo dejó en el interior de aquel maletín, tan incoloro y falto de vida, como él mismo aparentaba. Pensé que para un trayecto tan corto como era el de aquel autobús urbano, era demasiada agua la que llevaba. A lo sumo en una hora habría cumplimentado el viaje y comenzaría de nuevo el conductor su recorrido. Decidí que poco era ya lo que tenía que ver de mi vecino de asiento, así que presté atención al podcast que escuchaba en ese momento, y que desde que me sentara no había conseguido ame evadiese de mi entorno. No hubo ocasión. El hombre del agua volvió a tomar el maletín, con idéntica parsimonia, casi rayana en un acto ritual y ancestral. Aquel hombre, atávico, volvió a sacar la botella de agua, todavía prácticamente llena y a elevarla hasta su boca, dando poco después pequeños sorbos comedidos, calculados se diría y poniendo en su rostro inexpresivo y como asustado, unos ojos bien abiertos, tanto que me recordó a los peces sezakis, de ojos grandes que se salen de las órbitas, unos ojos de color anaranjado que todavía incrementaban su aspecto abobado y de no entender nada. Dejó entre su cuerpo y el maletín, la botella, y enroscó su bonito y opaco tapón azul celeste.

            Pareció sopesar lo bebido. En la primera ocasión había sido un trago largo, en el cual había retenido el líquido y lo había paseado por su boca antes de tragarlo, todo ello con un disimulo, a decir verdad, poco conseguido. Ahora eran unos traguitos cortos, apenas abriendo la boca lo justo para poder beber. Tuve claro que mi registro sería como «El hombre del agua o el hombre pez». Ya vería.

            Su lentitud, a la hora de moverse, comenzó a impacientarme. Resultaba desesperante su actitud, y de haber podido hacerle algún tipo de embrujo, este abría consistido en que se tirara el agua por encima. Tuvo suerte. No se, de sortilegios, ni de echar maldiciones. El podcast seguía en marcha ante mi incapacidad para prestarle atención y detenerlo. El hombre del agua me subyugaba a prestarle toda mi atención, remitiendo todo lo demás al castigo del olvido. Me empezaba a poner nervioso, cada vez más; aquel tipo volvía otra vez a la carga, con su denotado rito del agua. Otra vez repitió todo el proceso, de nuevo dio los sorbitos con boca de pez bobo. Me reacomodé inquieto en el asiento, mirando una posible huída a algún lugar lejos de donde me encontraba. Era imposible. Estaba rodeado y sin posibilidad de escapar de aquel encierro, que yo mismo, me había procurado tan a la ligera. Pensé que mi rostro debía de haber tomado un tono macilento, muy acorde para ostentar esa piel incolora propia de los enfermos. El sujeto volvió a los sorbitos, siempre con un ritmo estudiado, cercano a lo mecánico, a una cadencia acompasada; tanto que se me pusieron de punta los pelos del cogote. ¿Por qué lo hacía?

            Se quedó mirando el envase, no supe muy bien si para ver lo que había bebido, o lo que todavía le pudiera restar por beber. Desenroscó por enésima vez el lindo taponcito azul celeste y sorbió. Un traguito. Otro sorbo. Trago… ¡Dios, ese registro me estaba poniendo enfermo de verdad! Aquello no podía estar ocurriendo y sin embargo así era. Sucedía ante mis ojos escondidos tras las gafas de sol.

            Hubiera deseado tomarle por el cuello y zarandearle con fuerza, decirle: «¿Pero no ves que esto no lo puedes hacer? no es normal, nadie hace estas cosas —de esa manera— ¿Pero que te pasa? ¿Olvidaste acaso tomar hoy la pastillita? ¿No te has dado cuenta de que solo bebiste agua? ¿O acaso no es agua?»

            Habría cerrado los ojos por no verlo. Pero no podía, mi curiosidad era más fuerte que mi deseo por dejar de presenciar aquella escena, que se repetía una y otra vez… Finalmente, cuando estaba ya a punto de intentar una fuga en toda regla, el hombre del agua con gestos de pez sezaki, cerró la botella con el tapón azul —único color presente de entre su anodina e insustancial ropa— y se levantó dejando el asiento libre tras observar él detenidamente la botella y hacer un sutil gesto, como de estar todo bien. ¿Pero que era lo que estaba bien? ¿Había bebido todo lo que tenía que beber? ¿O la razón de sus asentimientos de cabeza bamboleantes, se debían a que estaba satisfecho quizás, le quedaría la suficiente agua para cubrir sus necesidades previstas en las próximas horas?

 ««Ese tipo no es de aquí»».

 —¿De la ciudad?

 ««No tonto… de este planeta»».

 —Bah, no digas tonterías Cursiva, y déjame tranquilo, que luego me pierdo detalles.

 ««¿Qué detalles? Sabes que no hay nada más de interés, al menos en este momento. Y en el fondo, tu bien sabes que no estamos tan solos como parece. Ese tío es un infiltrado, está clarísimo, y su necesidad de agua para sobrevivir con las condiciones de este planeta, son mayores a las nuestras. Es posible que incluso para él, el agua sea una forma de combustible preciso»».

 —¡Uf! Cursiva, no digas sandeces, ¿Quieres? Algo parecido dijiste sobre Ulrica. ¿Qué habrá sido de ella? No hemos vuelto a verla…

 ««Eres un miedoso hipocondríaco. Te da miedo que lo sea. Eso te asusta y no quieres ni oír hablar de ello. ¿Acaso te parece normal lo que ha hecho desde que se sentó?»».

 —No, no. Pero puede ser un loco, un demente. Incluso un enfermo.

 ««¿Cómo tú? No me hagas reír, querido. ¿Un loco? ¿De verdad te lo parece? ¿Tiene aspecto de loco? Yo creo debe de consumir mas de quince litros de agua al día…»».

 —¡Cursiva! Déjalo. No sigas por ese camino.

 ««Ese camino lo has iniciado tú antes. ¿Ya no lo recuerdas?»».

 —Bueno, afortunadamente ya se baja del autobús. Igual trabaja de incógnito en alguno de estos edificios oficiales. La ciudad de la Justicia está muy cerca de esta parada. No parece llevar armas encima para invadir la Tierra.

 ««¡Ja! Qué gracioso. Esperaba algo más original de tu parte, algo como “Debe de trabajar en alguna envasadora de agua natural de manantial”»».f

            Me pareció como si todos en el autobús hubieran escuchado a Cursiva por una especie de de megafonía oculta hasta aquel preciso momento, y no sabía que era peor, si que supieran del hombre del agua o de ella. Decidí hablarle de ello al profesor Freiberg en mi siguiente visita. Siempre habían tantas cosas de que hablar allí tumbado en su diván, que luego se quedaban la mayoría en el tintero a la espera de otro momento mejor en que dispusiera de más tiempo en su consulta.


 

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