
"Viur, capítulo 4: La mujer ahorcada con rostro de Picasso"
"Aquella mujer, extraña e inolvidable, parecía llevar consigo un misterio que no podía apartar de mi mente."
El Arca de Luis02/23/2025 Luis García Orihuela
POSDATA Digital Press | Argentina
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He intentado olvidarla nada más abandonar el Subway, el tren subterráneo que tomo todos los días para desplazarme al trabajo, ¿si? lo he intentado, si, pero sin conseguirlo. Sabía que no lo iba a lograr, y que de todos aquellos viajeros de esa temprana mañana de finales de abril que, viajaban como yo en el mismo vagón, solo ella había destacado de entre todos, con unos valores propios.
Perdura en mi mente, allí sentada, junto a la puerta de la cabina del maquinista, esa puerta metálica que siempre está cerrada con llave y que solo se abre cuando efectúan entre ellos los relevos de final de jornada o de principio de servicio. Su imagen se propagaba en mi mente como un espejo roto cuyos fragmentos repetían la imagen una y otra vez hasta el infinito, amplificándose entre mis recuerdos.
De unos cuarenta años de edad, se podría decir que aquella mujer bien podría asemejarse a un cuadro de Picasso, de don Pablo, aquellos cuadros de su época azul y rosa, con los exacerbados rasgos caricaturizados por la naturaleza menos benigna.
««¿Por qué no dices que tenía unos kilos de más, y terminas antes»» —dijo Cursiva buscando la discusión fácil.
—Vamos, no me interrumpas Cursiva. Estoy intentando realizar mi registro de ella, y lo sabes.
««Como tú digas, mi excelso amo, tus deseos son órdenes para mí»».
—No seas sarcástica, no te favorece ni te sirve de nada conmigo. Y además lo sabes.
««Entonces, ¿cómo era?»». —Insistió no obstante Cursiva.
—Podría decirse que la ropa que llevaba puesta le viniera pequeña… en más de una talla, pero no era esa la impresión que transmitía y que me ha llegado.
««¿Y cuál ha sido entonces?¿Obesidad prematura? Ja»».
Cerré los ojos y dejé me llegase el momento tan importante del encuentro. Al fin y al cabo no me resultaba necesario hablar en voz alta, para seguir mi soliloquio o para continuar mi coloquio con Cursiva. Era pura locura y lo sabía. Mantuve los ojos cerrados con la suavidad del vuelo de un pájaro y dejé fluyera el recuerdo poco a poco, como si se cargara en mi memoria de la misma manera que una aplicación al ejecutarse en un celular.
La veo sentada con aquellas piernas desnudas; no musculosas, pero si capaces de imponer respeto a quien se le ponga por delante con pretensiones poco o nada honestas.
««No irás a decir que esas intenciones serían sexuales, de intentar violarla… ¡ni locos!»».
Con una chaqueta que no podría pasar por nueva ni estando completamente a oscuras el vagón, ni tampoco por haber sido una prenda de calidad en otro momento pasado, dejaba adivinar unos generosos pechos enmarcados tras una blusa roja como la sangre fresca, una blusa que provocaba de aquella manera más atención sobre ella y lo que debajo pudiera ocultar o estar sucediendo. A cada respiración se sucedía un pequeño movimiento sísmico de todo su ser. Mi impresión, no es que se le haya quedado dicha prenda pequeña, no, mas bien me asaltaba la idea de que la ropa fue de su talla en algún momento del pasado, y luego ella, hubiese crecido gradualmente dentro.
««Pero, lo que mas te ha llamado la atención de ella no eran las tallas o los agigantados y nutrientes pechos… era más bien otro detalle, otra cosa…»».
—Por una vez, hoy tienes razón.
««¿La tengo? Me quedo pues anonadada, querido»».
—Si. El detalle que ha dado pie a mi peculiar registro, es la impresión recibida nada más entrar al vagón en busca de asiento, y verla allí sentada con los ojos cerrados, dormida o casi, claro, pero con la cabeza algo caída hacia adelante y con un pañuelo anudado al cuello sin clemencia, como si alguien hubiera atado un burdo saco o petate, un hatillo de viaje sin ningún miramiento. En ese momento la imaginé ¿O la vi? No importa, ahorcada en otro lugar y otra época, meciéndose al viento, colgada de una rama que crujía coincidente con cada vaivén del tren, como en un lamento, incapaz yo de saber muy bien si lo hacía por la muerte de ella o por su inminente quiebro. Mi cabeza comenzó a girar como si estuviera de manera independiente queriendo imitarla. Desperté en el suelo al sentirme zarandeado y una acumulación de voces que se acercaban y se alejaban preguntándome si estaba bien, o si sabía en que año estábamos. Decididamente tenía que acudir al médico. Algo no estaba funcionando bien y la gente me miraba mal, como quien mira a un loco, Una niña me observaba con sus ojos muy abiertos escondida tras las piernas de su madre.



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