Aquella casa alejada  de la mano de Dios

Debería haber sospechado desde el primer momento, pero no lo hice.

El Arca de Luis 01/10/2019 Luis García Orihuela
Aquella casa (parte 1) (2)
Foto:Pixabay

Posdata Digital Press | Argentina

Luis Gracia OrihuelaPor Luis García Orihuela | Escritor | Poeta | Dibujante



AQUELLA CASA ALEJADA   DE LA MANO DE DIOS

(PARTE 1)

 

Debería haber sospechado desde el primer momento, pero no lo hice. El precio de compra que el agente inmobiliario me había dicho, de aquella casa de tres pisos y un sótano, era demasiado increíble como para dejarlo escapar. Una autentica  ganga, o como decía mi prima —que residía en España—, un chollo total. Ella siempre comentaba que nadie da un duro por cuatro pesetas, y la verdad era que tenía más razón que un santo. Pero lo hecho, hecho está, y la cosa fue que decidí no dejar escapar aquella oportunidad única y comprar la casa solitaria situada en un paraje de ensueño en el pirineo francés, muy cerca de el lago de Estaing. Allí podría iniciarme en el noble arte de la pesca y del olvido de un amor fallido. Decían según pude averiguar mas tarde, que se podían pescar truchas marrones y lucios. No tenía ni idea de cómo cocinarlos o de si me gustarían esos pescados, pero estaba predispuesto a intentarlo, al menos una primera vez. Me decía: ‘Todo sea por el cambio’.

 Las fotografías que veía del lago incitaban a navegarlo a la primera oportunidad que se me presentase. En cuanto vi la instantánea de la publicidad en mi ordenador personal de la casona —cómo pasaría yo a llamarla más adelante— supe que iba a ser mía. No podía dejarla escapar y mucho menos a aquel precio. Parecía dirigirse a mí y gritarme: ¡cómprame! y ya lo creo que le hice caso. Casi me faltó tiempo para cerrar la transacción de la compra aquel mismo día de comienzos de junio.

 La dualidad que durante algo más de un año de relación había conformado de alguna manera con la vivaracha y hermosa Monique, se había quebrado después de los seis o siete primeros meses en que quedábamos esporádicamente (sobre todo los fines de semana) y libres sobre todo de ataduras morales y sociales. El teléfono de uno y otro solo sonaba cuando uno de los dos sentía que su cuerpo ardía y que le pedía guerra a gritos. Aquel mal llamado amor, que no era otra cosa que deseo carnal sin más, había funcionado bien cuando comenzamos  a quedar y hacer frecuentes nuestras citas, pero Monique tenía más amigos en lista de espera que la Seguridad Social para ser operados, y no quiso un tipo de compromiso mas profundo conmigo que aquél que teníamos hasta entonces. El amor, que en un primer momento había florecido entre nosotros ahora se había marchitado como una flor en una vieja maceta abandonada. Tuve claro que aquello nunca había sido amor ni nada que se le pareciese.

 Yo siempre he sido muy temperamental e impulsivo, y por lo tanto, decidí, ya que cortaba mi relación con Monique, hacerlo con todo. Vender mi apartamento y cambiar de aires se me antojó una grandísima idea. Al fin y al cabo como publicista podía permitírmelo, así como el trabajar a distancia desde mi propia casa, estuviese dónde estuviese esta. Yo era parte de la empresa. La habíamos creado entre cuatro amigos, y salvo temas puntuales, lo mismo podía trabajar a mil kilómetros de distancia que a cinco mil. La distancia no era problema, y en cambio pensé todo convencido, resultaría un bálsamo fantástico para mí. Nada más lejos de la verdad, como no tardaría en descubrir una vez instalado en la casona.

 El acceso a la casona era relativamente sencillo. La primera parte del trayecto se realizaba por una carretera que bordeaba el lago a lo largo de todo su tramo más largo, luego, si que era cierto, que sin una buena indicación de su localización por anticipado lo más probable era pasar de largo sin llegar a verla. Los altos árboles de la zona formaban un pequeño bosque a su alrededor que la ocultaba de visitas imprevistas de senderistas curiosos y de avispados campistas que en verano prodigaban por las inmediaciones del lago. Me pareció acertada la elección del propietario que en su día compró el terreno. Tal y como había sentido al ver las fotos del anuncio, el paraje era extremadamente hermoso, con unos cielos de un azul claro que tiraban de espaldas, y un aire limpio que invitaba a pasear a pie o recorrerlo a caballo en el caso de ser un buen jinete. En definitiva era lo que yo necesitaba y había buscado.

 Reconozco que el primer día nada más llegar a la Casona no me fijé en los árboles. Si lo hice de un modo general, pero no pormenorizando en detalles concretos que luego me habrían de resultar tremendamente llamativos cuando mi curiosidad se disparó a unos niveles alarmantes nunca antes alcanzados. Lo que no se me pasó por alto (no habría podido aunque lo hubiera deseado) fue su fachada y los dos relieves que parecían adornar la puerta de la entrada con quizás no demasiado gusto por parte del constructor, o de su anterior dueño, en el caso de ser cosa de él su inclusión. Los relieves representaban dos figuras aladas con el rostro mirando hacia el firmamento. No supe bien si representaban unos ángeles guardianes o bien unas figuras demoníacas, pues sus formas distaban de parecerse con las humanas. No parecían amenazantes, más bien habría dicho que estaban como expectantes. Tanto si era un motivo ornamental del constructor, como si lo era del propietario anterior, no me pareció de muy buen gusto. Pero bueno, ahí estaban aquellas dos figuras y mientras las contemplaba pude comprobar como se tornaban de un intenso color azul. Pensé era un signo de buena señal, o incluso de buena suerte. Ahí quedó todo, pero solo en apariencia.

A la semana de estar instalado ya me había hecho al lugar. Me sentía como si siempre hubiera pertenecido a la casona y a su beatífico paisaje, por no mencionar el total olvido de Monique por mi parte. Su recuerdo ahora me parecía algo tan distante que me sonreía si pensaba en ella, y en como habíamos llegado a aquella relación tan absurda entre ambos.

 Durante los primeros días, una vez ya instalado del todo en la casona, me limité a hacer salidas por los alrededores más inmediatos con la idea de ir conociendo el terreno que pisaba y en el cual me iba a quedar a vivir. Quizás como un penitente soltero. Por las mañanas salía después de desayunar y empleaba varias horas en el noble arte del senderismo. Era curiosamente feliz como nunca lo había sido en la ciudad. Por las tardes mis preferencias derivaban a salir montado a caballo para no cansarme tanto. Fue pillar el tranquillo a montar a caballo y convertirlo en una rutina diaria raramente rota. Cuando el sol más apretaba era cuando regresaba a la casona, y entonces me dedicaba a ganarme el jornal con mi trabajo delante del ordenador.

La verdad que al principio de llegar miraba todo buscando la causa del precio tan económico de la casona, y no habiendo encontrado nada que lo pudiese justificar, al final lo dejé de lado. Seguramente la persona que me lo había vendido a tan buen precio necesitaba liquidez sin demora alguna, y por eso lo había dejado a un precio tan económico.

 La primera alerta, fue la sospecha de que algo me atraía al lago y de que ese algo no era o no podía ser natural. Sentía como unas fuerzas que me tiraban hacía él.

 Me agradaba contemplar al llegar al lago y descender de mi montura las suaves ondulaciones en su superficie, y como su constante mecer por las suaves brisas que lo acariciaban lanzaban brillos oscilantes que titilaban a su paso. Era muy gratificante aquel momento de soledad y de encuentro conmigo mismo. Por primera vez me sentía parte integrante de aquel paisaje, de aquel entorno que de alguna manera me pertenecía. El sol jugaba en la superficie y mandaba guiños de complicidad que yo interpretaba eran dirigidos a mi persona. De normal, cuando yo llegaba, los turistas ya habían partido en sus respectivos autocares hacia sus destinos pertinentes en hoteles o a sus países de origen.

 Un día llegué algo más tarde al lago y al pronto de haber descabalgado y dejado el caballo a buen recaudo, sentí la inmediata impresión de que algo no cuadraba. En el lago o en su entorno, había algo distinto que yo sentía, pero que era incapaz de identificar por más que me esforzase en dar con ello. Aparentemente, al menos, todo estaba como siempre. Entonces ¿Que era lo que había cambiado? Apesadumbrado, dos horas más tarde regresé a la casona un tanto preocupado. Mi espíritu, mi alma, me mandaba avisos acelerados de que algo no andaba bien en aquella vista, pero desgraciadamente por más empeño que puse no hubo manera de descubrir cual era la diferencia.


Lo más visto