El crimen de Venancio

El otoño suele guardar los secretos del tiempo. ¿Será el crimen de Venancio la excepción?

Columnas - La Cima Del Tiempo 12/04/2021 Sil Perez
Crédito:Pixabay

 POSDATA Digital Press | Argentina

sil Pérez
Por Sil Perez | Escritora | Poeta | Miembro directivo de la Sociedad Argentina de Escritores, autora de obras literarias en géneros narrativo, lírico y didáctico.

Promediaba las once de la noche. Un cielo encapotado y gris pincelaba la última hora de aquel jueves otoñal. Todo parecía normal, si no hubiera sido porque el cuerpo de Venancio aún yacía desnudo y sangrante sobre su cama maciza de palisandro indio. Ese mueble de madera parecía ser el único testigo de la masacre que por esas horas encolumnaba la primera plana de El Zonda. Aún la pueblada no dejaba de comentar el asesinato de Juan Vicente Maza, cuando el cuerpo del terrateniente entrerriano se despatarraba impune por su imperio malviviente. La gente del pueblo del Plata no dejaba de chismosear sobre todos los que se iban pinchando, antes de tiempo. Y el caso de don Venancio no escapaba de esos burdos comentarios, que a su vez retumbaban ferozmente como un trueno. 

La cosa es que el difunto ya llevaba casi dos días, y nadie quería asomar para aportar datos, ni siquiera los curiosos que, carcomidos por el morbo, se alejaban silbando bajito. 

Recuerdo que don Venancio era por entonces un joven guapo de metro setenta que sabía seducir a cuanta dama se acercara a su estirpe viril. Su manera de gesticular, el dominio del lenguaje, y la sonrisa breve y socarrona contribuían a su porte de hacendado medianamente rico y ciertamente mujeriego. 

De cabellos castaños y bigotes delgados como la sombra de una lombriz, solía escaparse de la sobriedad que imperaba en la Confederación Argentina, para adentrarse en los rincones nebulosos que eran parte de su esencia. La soledad e insolvencia eran atributos que caracterizaban su figura intelectual. 

Por aquellos años se había conocido la noticia del asesinato de Juan Vicente Maza. Dicen los entendidos que fue La Mazorca que, en su despacho de la Legislatura de Buenos Aires, acabó con su vida despiadadamente. El suceso criminal había resultado conveniente para este hombre de negocios, quien con tono suspicaz solía advertir a los comerciantes adversarios que los conspiradores antirrosistas no serían los últimos en morir. Es que la seducción de Venancio no solo era para engatusar mujeres, sino también para maniobrar negocios fraudulentos que incrementarían su nivel de vida espurio. 

Recuerdo que, durante una tarde de 1830, se llevó a cabo una gran tertulia en la casa de los Casado Sastre. En aquel elegante evento social, conoció a una distinguida dama que, en el tumulto de mujeres que revoloteaban el dulce avispero, atrapó su atención deliberadamente. Su nombre era Rosaura Hermelinda Villafañe. Que una hermosa mujer de dieciséis años anduviera paseando su esbelta figura por el zaguán de la familia terrateniente no era indicio de poder. Se debía tan solo a que se encontraba acompañando a su esposo, don Ruperto Alfonso Albariños, un hombre de unos treinta y cinco años, quien se dedicaba a la costura de trajes y a la traducción del francés. Su presencia allí no era casual, ya que, entre otras particularidades, era sobrino del reconocido pintor y decorador francés Luis Darreguere. (Sí, el mismo que luego se emprendería en una asombrosa experiencia fotográfica). La pareja tenía tres pequeños, Anastasia, de cinco, Adalberto, de tres y la pequeña Manuela de tan solo dos años. 

Rosaura era una mujer de cabello rojizo y abundante, como un incendio estival. Dueña de una mirada cautivante, aunque por momentos dudosamente esquiva. En circunstancias en que don Ruperto se encontraba en diálogo con uno de los comerciantes franceses recién llegados, y en medio de un alboroto entre Adalberto y Anastasia, que, agitados, no paraban de jugar a la rayuela, Rosaura percibió la mirada persistente de Venancio, quien buen rato antes, este ya se había detenido en el andar armonioso de Rosaura, y, por supuesto, en su silueta de avispa. Decididamente, sus miradas tropezaron como dos carruajes en alta velocidad. Mientras el silencio ocurría, la ceremonia dilataba la tarde entre mates amargos, y un flamante fandango que prometía a la tertulia, sabor de lo prohibido.


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