
Un retrato introspectivo sobre la relación del protagonista con su psicólogo.
"Un viaje rutinario transformado en un escenario surrealista, lleno de simbolismo e ironía, reflejando la fragilidad y el drama de lo habitual."
El Arca de Luis03/13/2025 Luis García OrihuelaPOSDATA Digital Press| Argentina
Capítulos anteriores
Fobia: Miedo irracional, obsesivo y angustioso hacia determinadas situaciones, cosas, personas, etc.
En aquella mañana recuerdo que llovía bastante al salir de casa. Ese día me decanté por tomar el autobús. Y el recuerdo de que llovía me regresa a la memoria por su causa: Llovía en la ciudad, sí, pero también lo hacía dentro de aquel autobús urbano de color amarillo. En el interior, completo a rebosar de viajantes que en aquellas tempranas horas del día intentaban huir de la molesta y empapamte lluvia, se veía desfilar la dantesca imagen de personas en su interior con los paraguas a medio abrir o a medio cerrar. Sombras húmedas que se desplazaban de manera incesante arrastrando los pies y esquivando bultos y carritos. No podía creerlo, pero era cierto. Me estaba mojando en el interior del transporte público. Una gota cayó indiferente a mis tribulaciones y sorpresas… Y luego otra y otra. Los asientos del lado del conductor —que, dicho sea de paso, parecía indiferente a todo aquel embrollo, cómo si la cosa no fuera con él— estaban inundados del continuo caer de las gotas. Su color en el tapizado, de normal de un azul anodino, ahora relucía con un tono azul más subido e intenso, que incitaba a sentarse en él, como si fuera conocedor de su propio estado y desease reírse de quienes se sentaban a diario allí, gastándoles aquella húmeda broma. Al entrar al vehículo sofocado de la lluvia del exterior, uno lo primero que hacía, obviamente, era agudizar sus instintos más elementales y básicos poner ojos de lince en busca de un asiento libre en el que poder evadirse de aquel mundo que en ese día había decidido convertirse en un valle de lágrimas. Nada más entrar, justo a la espalda del impertérrito conductor, podía verse el asiento vacío, y además era de esos más anchos, especiales para la gente obesa, frutos ellos de las hamburguesas, burritos, perritos calientes, Kétchup con mostaza a discreción. Uno veía el asiento cómo si este le estuviera esperando con un invisible cartel luminoso colgando encima del escalón que le daba acceso, por el cual desfilara el mensaje con luces de neón de «Reservado para…» y el nombre que apareciera como elegido para la gloria fuera el propio y no uno extraño. En la mente oía el grito de «¡Un asiento! ¡Es mío, mío! Apartaros malditos zombis, ¿acaso no veis que pone mi nombre en luces de neón? Lo tengo reservado a mi nombre». Pero pronto aquella alegría se desvanecía tan rápida como había llegado. Igual que el hilillo de un cigarro a medio apagar en un cenicero.
—¡No se siente ahí, señor! El asiento está mojado.
«¿Mojado?».
La solícita y voluntariosa mujer de vestimenta abigarrada, siempre entrada en carnes y posaderas anchas (de esas de oferta, de dos por uno) había roto de un plumazo cualquier vestigio de esperanza de sentarse. Quedaba claro que ella lo debía de haber intentado, y había comprobado la pamema de su tentativa. Luego, como ciudadana modélica, había decidido ser la guardiana del asiento y ganarse en aquel maremágnum de trayecto hacia la ciudad, la simpatía de todo aquel que veía cómo gracias a ella, se había salvado de mojarse sus partes más nobles.
Llegué tarde cómo era previsible en un día así, dónde la lluvia estaba omnipresente como único protagonista de aquella incolora mañana y todo lo demás parecía perder su importancia y apremio. No quería dejar de asistir a mi cita con el doctor, pues de hacerlo me arriesgaba a que pensara que había dejado de tener interés por su consulta y consejo, y eso era algo que no podía permitirme. No estaba en mi mano ceder en algo así. No señor.
Ya acomodado en el confortable diván, tras haberme secado, comencé a responder las preguntas del bueno de Freiberg. Recuerdo cómo no, haber comentado con él las incidencias del viaje, pues mi aspecto al entrar no fue precisamente el de alguien con buen humor.
—Y bien, Viur, revisando mis notas veo tienes bastantes… fobias.
—¿Fobias? Si. Tengo unas cuantas manías, si es a eso a lo que se refiere. —Por alguna razón que se me escapaba había pasado Freiberg a tratarme de tú, y no de usted, de señor Viur, Quizás fuera lo mejor dejar rota esa barrera social.
—Háblame de ellas —Sugirió Freiberg, mientras se ajustaba la montura de las gafas una vez más.
—Bueno, ya conoce la de la puntualidad exacerbada, pulcritud en los zapatos, simetría en los lazos… limpieza y cuidado de las uñas, ¿Sabe que su crecimiento, el de las uñas, varía de un dedo a otro, lo mismo que de una a otra persona? Fíjese en una curiosidad, no crecen al mismo ritmo las uñas de las manos que las de los pies, crecen completamente las de las manos en un periodo de tres a seis meses, mientras que los pies, requieren de doce a dieciocho meses. Dependen en parte de factores externos, como de la estación que sea en dicho momento o los factores hereditarios. Yo tengo buen cuidado de dichos detalles, y una vez al mes les resto los cuatro milímetros que han crecido.
—Realmente me dejas boquiabierto con su erudición —comentó Freiberg entre sorprendido y contrariado a un mismo tiempo.
—No lo crea usted, profesor. Simplemente me he molestado en averiguarlo.
—En cualquier caso, ha resultado usted muy ilustrativo con su disertación sobre las uñas. Me gustaría —y esto lo expresó procurando darle un énfasis especial a su voz, como recalcando la relación que existía entre los dos de médico-paciente— para el próximo jueves, traiga escrito de su puño y letra una relación de todo aquello que pueda recordar durante la semana de las cosas y situaciones que le desagradan en general. Te invito a realizar ese ejercicio de contemplación interior —y dejando pasaran unos segundos de rebuscado clima, continuó— No omitas nada, por favor. ¿Lo harás?
—Cuente con ello.
Charcot pareció asustarse por algo, quizás por algún ruido de la calle, aunque en el interior nunca me había llamado la atención ningún ruido. Revoloteó con un aletear absurdo y sin sentido, y como si fuera un aviso o un presagio tal vez. Recordaba mas a las cuartillas de una libreta zarandeadas a modo de bandera que al aleteo propio de un pájaro. Dimos por terminada aquella sesión.
*****
El hacer aquella lista de manías, fobias y demás, creo que más que ayudarme, lo que consiguió fue que ahondara más aún en lo mucho que me desconocía a mí mismo todavía y, que de alguna manera recelase de Cursiva. ¿Había sido yo siempre así?
««¡Vamos! —Dijo Cursiva casi con voz jovial— debes desinhibirte y sacar todo lo que llevas dentro»» —pero lo decía a sabiendas de que jamás llegaría a ese tope, a rebasar esa barrera que yo mismo había levantado y que seguramente todos hacíamos igual, cada ser tiene sus demonios encerrados y no los comparte con nadie. Recuerdo que de pronto me di cuenta de que estaba hablando de todo aquello ante la mirada atenta del bueno del profesor, el cual, continuaba con su labor de hacer más y más preguntas a la vez de ir tomando notas de todo, tanto de lo que decía, como de sus propias apreciaciones.
—Veamos, recapitulemos durante un momento, Viur. Odias según me dices aquí en la lista a la gente que llega tarde a las citas.
—Si. Todo el mundo en su sano juicio debería de odiar intensamente a ese tipo de personas.
—A quienes empujan para entrar en los ascensores… —dijo continuando la lectura de la lista que tenía entre sus manos.
—Y a quienes intentan abrir la puerta del ascensor antes de que esté abierta del todo o de haber llegado a su destino.
—Si, es cierto. —confirmó Freiberg mis palabras— También me comentaste ese detalle. Igualmente odias a la gente que mete a los niños dentro de los carros de los supermercados o van haciendo carreras por los pasillos con ellos dentro.
—Así es. Y a los que dejan el carrito como señal de estar haciendo cola. Llegan y cuando te ven en su sitio —Al parecer de ellos— dicen «Yo estaba ahí». Eso me revienta. «Si hubiera estado usted ahí, yo no habría podido ocupar su posición, su lugar en la fila», y cuando a las que vienen sonriendo, diciendo eso de «¿Me deja pasar? Sólo llevo dos cositas…» ¿Y yo qué? ¿Estoy allí porque no tengo nada mejor que hacer y así me distraigo?
—Comprendo. No re alteres Viur. Veamos por donde iba… —comentó Freiberg revisando sus anotaciones, haciéndolo para ello recorriéndolas con el dedo índice a modo de puntero— Si. Aquí nos quedamos: Los abre fácil.
—¿Es eso acaso un invento? En las latas corres el riesgo si lleva ese sistema, de dejarte la mano en el intento o al menos parte de la piel. El corte está garantizado. Si son envases de seguridad en productos que no deben de poder abrir los niños pequeños, no hay problema… ¡No los abre nadie ni saltando encima del producto! Lo intenté con una botella de cerveza y me di con toda la mano cerrada en la nariz. Un gancho pugilístico en toda regla… ¡Y un cuerno son abre fácil!
—Bueno, bueno… dejemos eso y pasemos a otra cosa, amigo Viur. Aquí me ha anotado en la columna de las manías el mantener el orden, tanto por tamaño de las cosas, de colores; de mas claros a mas oscuros. Cada cosa ha de tener un sitio y permanecer siempre en él.
—Claro, aunque eso es de sentido común. ¿No lo cree? En el pantalón, en el bolsillo derecho va el pañuelo y en el izquierdo las llaves, mientras que en el de atrás que suele ir provisto de un botón, cremallera o cualquier otro tipo de cierre pondremos siempre la cartera con la documentación, las tarjetas de crédito y el dinero en efectivo. Quizás debieran incluir a la compra de prendas, como los pantalones, una guía de uso. La gente, ciertamente, no sabe usar sus bolsillos correctamente.
—Aquí me habla también de los lazos de los zapatos.
—Efectivamente, un hombre no puede andar con los zapatos sucios o con los lazos de los mismos —si los llevan— mal hechos. Han de ser idénticos en todo momento y mantener la simetría. De otro modo sería el caos, por no decir la posibilidad de accidente si uno pisase uno de los extremos de uno de los lazos. Unos zapatos lo dicen todo de quién los lleva, mi querido Freiberg. ¿No está usted de acuerdo?
Freiberg se ha mirado instintivamente sus zapatos. No ha podido evitar el pasarles revista de reojo. Satisfecho con los resultados de su repentina inspección, ha contestado a continuación afirmativamente.
—Si, supongo que así es. Tiene razón… creo. Y dime Viur, ¿Atados con un nudo… o con dos?
Más que curiosidad científica, pude entrever de sus palabras un cierto grado de malicia, a la par que de desafío. El bueno del doctor gustaba en ocasiones en desafiarme, aunque si bien es cierto lo hacía pensando que yo no llegaba a darme cuenta de ello. Iluso. Acepté pues aquel duelo sin pensármelo dos veces.
—Pues verá. Por un lado, con un doble nudo es más seguro el que no llegue a ocurrir el accidente reseñado, si bien eso entraña lo poco estético del lazado y, por otro lado, en caso de la necesidad de tener que quitarse los zapatos urgentemente, estaríamos ante un gran problema. Es mucho mejor un simple nudo, pero eso sí, bien hecho, centrado y atado fuertemente. No olvide que uniendo los cordones de unos zapatos cualquiera, en situaciones de tener que trasladar a un herido, sirven perfectamente si los sacamos del zapato, para inmovilizar a alguien por los pies atándole por los tobillos.
—¡Vaya, es usted una caja de sorpresas! —indicó Freiberg totalmente convencido de ello— y dime, ¿te quedaste sin más papel en donde seguir apuntando, o bien aquí están todas tus manías expuestas?
—Por supuesto que no. Quiero decir que omití muchas otras, aunque si me pregunta la causa de no haberlas escrito, he de decirle que lo ignoro por completo. Supongo que me cansé de escribir o bien pudo ocurrir que algo o alguien me interrumpieran en ese momento. Suelo despistarme con frecuencia. Igual es por la medicación que sigo. Realmente es posible que tenga en mi haber más odios que manías.
—Comprendo —lo dice displicente, entrecruzando los dedos de las manos y doblando luego las muñecas. Me llama la atención su tamaño y forma. Son manos grandes y de dedos más bien cortos y algo gordos, pero al moverlas les confiere personalidad propia y clase. Me ha recordado así sentado, con los gestos y las piernas cruzadas, a mi difunto padre. Él solía sentarse así, abarcando todo el sofá. Se pasaba horas y horas allí sentado leyendo libros cuando no estaba enfrascado con sus inventos. Cuando así sucedía, apenas salía de su estudio para comer o tan siquiera beber un simple vaso de agua. Perdía totalmente la noción del tiempo.
—¿Se encuentra bien? Le veo algo pálido.
—¿Eh? ¡Ah, si, si…! Estoy bien, gracias. Por un momento creí estar en casa de mis padres… bueno, ahora es la mía. Incluso teníamos como usted un loro. Muy parecido a Charcot. Le pusimos de nombre Rato. Un animal muy ruidoso, la verdad.
—Un nombre bastante singular para un loro común. ¿De quién fue la idea del nombre?
—Imagino que considera que un loro común debe de tener un nombre común.
—Bueno, no lo habría yo expresado con esas mismas palabras, pero si. Imagino que eso mismo fue lo que quise decir, aunque lo hice con más rodeos.
—El nombre se podría decir que casi le vino impuesto dadas las circunstancias…
—¿Y estas fueron?
—No se vaya a creer que es una gran historia. Ocurrió que una vecina nos lo dejó con su jaula dorada y pie incluido en dónde colgarlo, con la intención de que lo cuidáramos durante el tiempo que ella estuviera fuera de viaje. Pues bien, cuando se despidió lo hizo diciéndonos: «Será como si solo hubiera estado fuera un rato, ya verán»
— ¿Y? —pregunta Freiberg ajustándose las gafas un poco más bajas del puente de la nariz, mientras mira de soslayo hacia la jaula donde se encuentra Charcot.
—La vecina nunca regresó. Nos enteramos semanas después que había muerto en la India al contraer una enfermedad contagiosa. Era una mujer mayor, y seguramente viajó hasta allí sin ponerse las vacunas pertinentes —Freiberg asiente con un movimiento aprobatorio de cabeza— aunque apesadumbrados por la trágica noticia de tan funesto viaje, no pudimos evitar el hacer entre nosotros —en casa— frases como «Con que un rato, eh» «será un rato nada más…» Ya puede usted imaginar el resto. El loro se quedó con nosotros y lo hizo con el nombre de Rato.
Freiberg garabateó en su libreta lo que imaginé habían de ser algunas notas sobre lo que terminaba de contarle. Juraría había sonreído sin poder evitarlo. Apretó el mecanismo para guardar la punta del bolígrafo y una vez escuchó el segundo «clic» característico del muelle, dejó bolígrafo y libreta sobre la mesita auxiliar, repantigándose a continuación cómodamente en el confortable sillón.
—¿Diría entonces que están aquí las más destacadas? Me refiero a sus manías, claro.
—No. Por supuesto. De ninguna de las maneras. Sólo dejé constancia de algunas de ellas; de facto diría que las que apunté no fueron otras que las primeras en venirme a la cabeza. Ni tan siquiera las más relevantes seguramente. Son tantas…
Me di cuenta había vuelto a llamarme de usted, pero no le di importancia. Él también debía de tener sus manías como yo.
—Pues adelante, le escucho —dijo Freiberg con aire magnánimo y condescendiente, igual que se sentiría un profesor concediendo unos minutos más de recreo a sus alumnos, movido por un generoso impulso de bondad. No pude por menos que sonreírme sin hacer nada por ocultarlo.
—Ya que insiste… «pienso» otra de las manías de diario es la colocación de la comida en el plato. Soy incapaz de comer estando las patatas fritas delante de las carnes o pescados. Sea lo que sea que conforme mi alimento, en el plato las patatas deberán estar siempre al fondo del plato, alejadas lo más posible de mí.
—Quizás es más a modo de un rito —comentó Freiberg de forma distendida y campechana.
—Quizás… También, claro está, distribuyo los trozos para tener paridad en los sabores.
—¿Y cómo es eso Viur?
—Puras matemáticas. Si por ejemplo me quedan tres pedazos de carne y pongamos dieciocho patatas, automáticamente establezco el que he de comer con cada trozo de carne seis patatas.
—¡Bravo, amigo! Es usted único. Un genio como lo fue su padre. O quizás, incluso superior a él. ¡Quién sabe, verdad!
—A mí me parecen cosas vulgares. Siempre he pensado que todo el mundo las hace también.
—Para nada amigo mío… para nada. Puede usted creerme. No hay en este mundo dos como usted. Pero prosiga, por favor.
—Con respecto a este apartado, queda claro me imagino, que el comer en platos de plástico lo descarto totalmente, así como comer ensaladas servidas en el interior de fiambreras, por no mencionar el comer platos guisados a los pies de una playa. Siempre termina la comida llena de arena. Inadmisible.
Freiberg asiente, parece ir a decir algo, pero queda solo en eso.
—Antes, hace años, cuando se estilaba el forrar las paredes con papel decorado, recuerdo que siempre me quedaba mirando los dibujos barrocos que conformaban en su totalidad. Tenía la manía de buscar el fallo, alguna tira del papel que hubiera sido mal colocada, ya me entiende, que descuadrara rompiendo la continuidad del dibujo; pero lo peor llegaba cuando caía en cama a causa de la fiebre y me tocaba permanecer acostado, la mayoría de las veces durante varios días.
—¿Qué ocurría entonces?
—No teniendo otra cosa mejor que hacer, me pasaba las horas de reposo facultativo contando sus dibujos estampados, normalmente eran flores. Con los ojos llorosos y enrojecidos por la fiebre seguía a pesar de todo con la mirada fija en ellas, se me hacía la visión borrosa y de tanto en tanto, a causa de la medicación, me quedaba dormido, despertaba y volvía a comenzar la cuenta. Veía rostros de todo tipo que aparecían de entre sus espacios, caras con la boca abierta que en ocasiones se encontraban mirando de perfil. Todas me semejaban seres diabólicos escondidos en el papel y, a la espera de salir para atacarme al menos descuido por mi parte. Por lo general eran rostros de grandes ojos, hinchados como melones maduros a punto de estallar. Para mí que eran personajes perversos venidos de otros mundos y que me acechaban al verme postrado y debilitado. Eran como pequeños diablillos, que, escondidos entre formas de flores, bailaban por el papel jactándose de no ser descubiertos por nadie. ¿Pero sabe? yo los veía, y una vez los había visto siempre era capaz de volver a encontrarlos. En aquella época eran muchas las ocasiones en que caía enfermo y permanecía por varios días en cama. Cuando contaba las caras y llegaba a dónde el papel quedaba cubierto por los muebles, seguía la línea hasta más arriba de los mismos. Una y otra vez. Terminaba y comenzaba de nuevo. Podía cerrar los ojos. No importaba. Los veía igualmente. Flotaban como despidiendo una luz incandescente.
—Interesante. Al menos esa manía se terminó. Imagino quedó atrás con el paso de los años y caer en desuso dicha moda del empleo del papel. ¿Sus padres eran conocedores de… dichas visiones?
—No. No lo eran. Nunca les dije nada. Mi madre pasaba con frecuencia a vigilar si estaba bien y comprobar que no me hubiese destapado, decía que la fiebre había que sudarla, y me ofrecía una taza caliente de caldo o un huevo pasado por agua, a veces se sentaba a los pies de la cama que era la suya de matrimonio y que por ser más grande me dejaban superase la gripe en ella durante el día. Cuando me veía muy aburrido, y tras comprobar por imposición de manos en la frente, que no tenía fiebre, jugábamos a las cartas algunas partidas o hacíamos solitarios. Pero yo me cansaba pronto y lo dejábamos.
Muchas veces se pintaban las paredes sin quitar todo el papel. Al menos de los lugares en donde había muebles grandes y pesados. Entonces no se movían de su sitio y el papel quedaba oculto a la vista de cualquiera. Pero yo sabía que las caras seguían allí, en las sombras y que con manchas de humedad en la pared se convertían en más tétricas y lóbregas de ser ello posible.
—Y ahora, ¿ya no las ve? ¿No ve esas caras?
—¡Oh, por supuesto que si, doctor Freiberg! En el suelo. ¡Que coincidencia, el suelo es como este! —Freiberg inconscientemente a mirado hacia el suelo y dado un respingo cuando yo le he señalado una cara en el mismo que le miraba a él.
—¿Las ve doctor? ¿Las ve? Están en todas partes. No se puede huir de ellas. Qué curioso. Es cómo si… cómo si las recordase.
—Pasemos a otro tema… Antes me ha hablado de sus odios. Mencionó que creía odiar mas cosas que manías en su haber. Hábleme de ellas si es tan amable, pero antes relájese. La postura que le veo no es la más adecuada. Está tenso.
Tenía razón. La sesión se estaba prolongando más de la cuenta. Seguramente debía de ser la de máxima duración hasta la fecha. Cursiva no hacía acto de presencia. Llevaba varios días en que apenas intervenía con su peculiar forma de ver las cosas y hacerme rabiar. Me preocupaba que pudiera desaparecer de mi vida para siempre y ocupara su puesto doña soledad. Freiberg, seguramente, intuyendo que yo estaba pensando en algo ajeno a su pregunta, dejó que transcurriera el tiempo sin insistirme en la respuesta y se tomó también su pequeño descanso. Era obvio que me empezaba a conocer bien, quizás, incluso mejor que yo mismo. Le hice caso y adopté una postura más cómoda sobre el diván.
—Algunos odios los eliminé de cuajo. Eran derivados de la conducción.
—¿Podría ilustrarme con alguno de ellos? ¿Cómo los ha eliminado?
—Entre los más importantes, creo que pondría el odio hacia quienes no utilizan los intermitentes, en eso creo se llevan la palma los taxistas. Se consideran los reyes de la ciudad y te adelantan sin más. ¡Allá tú si no te percatas de sus intenciones con la suficiente antelación! Son auténticos demonios sobre ruedas. Lo mismo podría decir sobre los que estacionan sobre los pasos de cebra sin importarles un comino los viandantes. ¿Y qué me dice de los que circulan a paso de tortuga sin dejar claras sus intenciones de hacia dónde van a ir, bien sea a la izquierda o a la derecha? Igual de casualidad ponen un intermitente y en el último momento cambian de idea y toman la dirección contraria a la indicada con el luminoso. A muchos los veía venir mucho antes de que hicieran algo mal… Suelen ser casi siempre los que conducen coches negros, esos…, bueno, esos se saltan todo lo saltable sin importarles un ápice lo que pueda ocurrir a continuación con sus actos.
—¿Y entonces?
—Me habría gustado que mi padre hubiera inventado algún artefacto que me permitiera ir por ellos, ya me entiende, algo como un lanza ventosas, que los dejará retenidos al momento de contactarlos, o mejor aún, que mi vehículo llevase un botón, un dispositivo que al accionarlo se reconvirtiese en una cuadriga romana con cuchillas gigantes sobresaliendo desde el centro de sus ruedas, capaces de rajar cualquier rueda a su paso desde cerca. Pero no es posible, no existe tal invento por parte de nadie, así que no me ha quedado otra que ir en trenes, Metros o cualquier otro tipo de transporte público, cualquier medio menos volver yo a conducir.
—¿Incluido el tomar un taxi?
Freiberg lo soltó con toda la mala idea de la que era capaz. Con el tiempo se estaba haciendo más borde conmigo. Sus palabras salieron de entre sus labios como disparadas por un Kalashnikov, el famoso fusil de asalto AK-47. La frase retumbó a mi alrededor como una bomba. Pensé en no contestarle. En cerrar los ojos y que desapareciese de mi vista; que al abrir los ojos estuviera solo y en mí casa, tumbado en el diván que fuera de mi padre. Pero al fin y al cabo decidí que para eso le estaba pagando todos los meses mis visitas, para llegar a conocerme mejor y quizás encontrar mis secretos mejor guardados, mi parte más oscura y reaccionaria. «¿Le pagaba? ¿Y cuándo fue la última vez que lo hice?»
—Solo en última instancia. En caso de extrema urgencia o gravedad —le contesto a su misil del taxi.
Me he levantado y, tomando de la percha la chaqueta, me he despedido sin más del doctor. Sus palabras hoy han sido duras. «Diablos, ¿pagarle sus honorarios? No es que no recuerde cuando fue la última vez que lo hice, es que creo no haberlo hecho nunca. ¿Cómo puede ser ello posible? ¿Me estaré volviendo loco? He mirado atrás antes de cerrar la puerta, pensando en preguntarle por sus cobros pendientes —si los hay— pero ya no estaba. Había desaparecido.
Un retrato introspectivo sobre la relación del protagonista con su psicólogo.
Un episodio conmovedor que revela la magia de lo extraordinario en lo cotidiano.
"Aquella mujer, extraña e inolvidable, parecía llevar consigo un misterio que no podía apartar de mi mente."
Un episodio conmovedor que revela la magia de lo extraordinario en lo cotidiano.
Un retrato introspectivo sobre la relación del protagonista con su psicólogo.
"Un viaje rutinario transformado en un escenario surrealista, lleno de simbolismo e ironía, reflejando la fragilidad y el drama de lo habitual."