
"Un viaje rutinario transformado en un escenario surrealista, lleno de simbolismo e ironía, reflejando la fragilidad y el drama de lo habitual."
Un retrato introspectivo sobre la relación del protagonista con su psicólogo.
El Arca de Luis03/13/2025 Luis García OrihuelaPOSDATA Digital Press| Argentina
Capítulos anteriores
Freiberg es el nombre —no real— con el que llamo a mi psicólogo desde que lo conocí tras mis ataques de personalidad y crisis de identidad. Bien es verdad que Cursiva me ayudaba en mucho a sobrellevar mi situación y a pesar de la medicación ciertas pérdidas de memoria, que según los médicos yo mismo era el causante de las mismas como una autodefensa para no enfrentarme con la realidad. Recuerdo el primer día que acudí a la cita conseguida mediante el recurso de la llamada por teléfono, escondido claro está tras el anonimato que da la ventaja de sentirse libre de ser observado por otro semejante. Había dudado desde el principio. En primer lugar sobre a quién llamar. El último cambio de pastillas realizado por el doctor, en lugar de beneficiarme tenía la impresión de que me afectaban haciendo olvidase las cosas con más facilidad que antes, por no hablar de mis cambios de humor, los cuales yo notaba eran más frecuentes y de mayor intensidad. No conociendo a médico alguno, parecía obvio elegir con cautela quien sería «mi» médico personal. El doctor Hildebrant había sido y era el doctor de la familia, pero ahora que la familia ya no existía como tal (sólo mi hermano Ruvi, pero con él apenas guardaba contacto) me resultaba extraño el acudir a su consulta y aguantar lo que sin lugar a dudas sería una extensa batería de preguntas y otro nuevo cambio de pastillas y sobres con polvos de colores para diluir en el agua. No podía ser cualquiera, uno que resultase ser un fraude, o un chismoso que fuera contando por ahí mi historial médico en cuanto se tomase una copa de más un día cualquiera. Incluso antes de conocerle, me puse en su papel de médico sesudo y lo psicoanalicé procurando no dejar ningún cabo suelto. Quien fuera luego mi querido doctor Freiberg, no podía permitirme que estuviera casado. Una esposa, quizás, incluso con hijos, era claro y notorio que le apartarían de la tarea de prestarme toda su atención en mis visitas que argüía serían periódicas y dilatadas en el tiempo. Si fuera necesario lo inventaría. ¿Sería capaz? Durante semanas fui de la lista que había confeccionado, tachando a todos los que desechaba por uno u otro motivo. Era una lista larga, tanto que hasta olvidé de dónde la había sacado. En vez de desanimarme, lo tomé como si fuera un detective que busca alguna pista sobre el familiar perdido de un cliente. Era una decisión importante, diríase que trascendental, la cual no podía tomarme a la ligera ni muchísimo menos. El candidato debía de ser perfecto. Obviamente, ante mi razonamiento, quedaba ya totalmente descartada cualquier presencia femenina. De ser hermosa me distraería en su contemplación, y de ser vieja o fea, me pasaría la visita pensando en porqué no elegí a una mas bella cuando pude hacerlo. Decididamente habría de ser un hombre, de mediana edad (uno joven no tendría la experiencia suficiente). Con esas premisas iniciales, fui aquel invierno ya tan lejano, entrando de consulta en consulta, aprovechando el abultado y largo abrigo con el que me cubría del frío para esconderme entre las engalladas solapas de aquel ajado cuello. Entraba y salía de todo tipo de consultas, de pequeñas y grandes salitas en las que aguardaba como un perro abandonado a que algún buen samaritano le echase algún pedazo de pan duro que llevarse a la boca. Finalmente di con uno que pensé podría ser el adecuado. No tenía lugar de consulta, ni despacho… Ejercía en su propio domicilio. O mejor dicho, había ejercido hasta un año atrás aproximadamente. Un buen día decidió —según pude saber meses más tarde por su propia boca— que su carrera había llegado a su fin, que entendía era la hora de jubilarse y dedicarse a leer cómodamente todos aquellos libros que había ido acumulando durante varias décadas. Al fin y al cabo estaba solo, cosa que utilicé en mis argumentaciones cuando quise convencerle a él, también le vendría bien al margen del dinero que podría cobrarme, el sentir algo de compañía que no fuera la del loro que tenía enjaulado en el salón principal de la residencia; alguna otra presencia humana en aquella casa en donde cualquier pequeño ruido se transmitía con un eco lastimero y huérfano de muebles en los que descansar su propagación. Una vez hubo aceptado que le visitara los jueves por la tarde, a cambio de una cierta cantidad de dinero nada desdeñable por un par de horas de tratamiento personalizado. Le impuse una condición (no sería la única, aunque si en ese momento de nuestra relación profesional), debería de dirigirse a mí como el Sr. Viur, y yo lo haría con él como el profesor Freiberg; si bien es cierto que con el paso de las semanas, fui en ocasiones llamándole doc., Profesor o simplemente Freiberg en un alarde de desmedida originalidad, como así hice al bautizar también a aquel loro color ensalada, del cual no quise llegar a saber siquiera su nombre real. Le puse Charcot, y con ese quedó a partir de entonces, formando en algunas circunstancias el vértice de un extraño triangulo entre nosotros dos y él. Las conversaciones entre ambos comenzaban de manera similar, todos los jueves a las seis de la tarde. Puntual, como un reloj suizo, llamaba a la puerta transmitiendo a todas las estancias el ridículo sonido del timbre, sonando como unas campanas que anunciaran la llegada de la Navidad, o quien sabe, si anunciando el fin del mundo.
— Adelante, Viur, póngase cómodo, Considérese en su propia casa —dijo Freiberg soltando una pequeña sonrisita en aquella fría tarde de febrero.
Aquel día, como todos los demás, quedó registrado en mi memoria. El doctor, vestido de traje gris y chaleco a rayas grises y negras, se adecuó sobre el puente de su nariz sus sempiternas gafas de pasta color caramelo. Con ellas parecía sentirse mas seguro, o quizás, ser capaz de profundizar más con su único paciente. Me recliné sobre el diván, tal y como se esperaba hiciera, no sin antes descalzarme y dejar mis pulidos zapatos en perfecta simetría sobre la vetusta y recia alfombra, que por lo cuidada que se encontraba, siempre pensé debía de formar parte de la historia de aquella mansión que me resultaba desde el primer día tan vagamente familiar.
—¿Está cómodo, Viur? ¿Quiere quizás otro cojín? —dijo sentándose a su vez en su sillón de cuero oscuro, que hacía las veces de trono, reforzando así su imagen de ente superior.
—No, gracias. Así estaré bien.
—¿En que piensa hoy, Viur? —preguntó abriendo su grueso diario de cubiertas de cuero y provocando aquel insidioso ruido que conseguía al sacarle punta al porta minas con que tomaba sus espaciadas notas sobre mi. Los dos, en eso, nos parecíamos; ambos tomábamos notas en nuestras agendas siempre con la misma estilográfica, sin variar nunca de modelo o color. Debía de ser siempre la misma, como si gozaran de un grupo sanguíneo determinado aquellas tintas en concreto.
—A veces siento arrebatos —confesé a Freiberg— por ponerme a escribir sin parar, como si una voraz fiebre devorara mi ser y me conllevara a escribirlo todo, a contar todo lo que pienso. Pero luego… pienso que por qué habría de hacerlo. ¿A quién demonios le podrá interesar lo que yo opine de nada o de nadie? ¿a quién? Entonces caigo en horas de silencio monástico y desasosiego, solo colmadas medianamente cuando consigo relajarme, y no es fácil, no.
—¿Y por qué no lo haces, Viur? ¿Por qué no escribes, si es eso lo que te apetece? Quizás así se centre en lo que desea, en sus objetivos.
Freiberg elevó sus lentes y se dio un masaje en el puente de la nariz en forma circular que pareció serle placentero.
—No lo se. Así como viene, desaparece esa necesidad. Creo que busco algo más importante que decir o hacer, y de momento considero no he dado con ello. Ocurre de pronto y al momento se esfuma esa ansia. Desaparece como si nunca antes hubiera estado dando vueltas y más vueltas en mi cabeza como una molesta mariposa subida a una noria de feria. En ocasiones me siento como ausente, con la sensación de haber dejado de hacer algo, de haber olvidado algo importante para mí. Y eso me desespera. He de saber ese algo que es, pues sea lo que sea estoy seguro es primordial para mí.
—Para eso estamos aquí Viur. Poco a poco nos acercaremos a esa verdad que busca y daremos con ella. Ya lo verá.
"Un viaje rutinario transformado en un escenario surrealista, lleno de simbolismo e ironía, reflejando la fragilidad y el drama de lo habitual."
Un episodio conmovedor que revela la magia de lo extraordinario en lo cotidiano.
"Aquella mujer, extraña e inolvidable, parecía llevar consigo un misterio que no podía apartar de mi mente."
Un episodio conmovedor que revela la magia de lo extraordinario en lo cotidiano.
Un retrato introspectivo sobre la relación del protagonista con su psicólogo.
"Un viaje rutinario transformado en un escenario surrealista, lleno de simbolismo e ironía, reflejando la fragilidad y el drama de lo habitual."